Cuenta la historia que un día, Clara preguntó a Francisco
¿Cuándo te veremos? Y Francisco respondió: “Cuando florezcan los rosales”. En
ese momento, dice la leyenda, empezaron a brotar las flores entre las ramas
cubiertas de nieve.
Clara Favarone, la “plantita” de Francisco, nace el 13 de
diciembre de 1193[1] en Asís, la pequeña y bella ciudad amurallada del valle de
Espoleto, que en el siglo XIII era una ciudad imperial, que gozaba de paz y
prosperidad gracias a la agricultura y al comercio.
En el ámbito religioso, aún fuera de las murallas de los
monasterios, se dejaba sentir un nuevo aliento evangélico más austero, más
popular. Nguyen Van Khanh, en su tesis doctoral, títulada “Cristo en el
pensamiento de Francisco de Asís”[2], hace una profunda investigación sobre las
devociones que en la época de Francisco y Clara alimentaban el corazón de las personas, y allí dice: “los cristianos de la Alta Edad Media miraban a Cristo
principalmente como Dios Todopoderoso, como Rey de gloria ante quien el
universo se posterna para adorarlo”[3]. Lo que aparece como telón de fondo del
cristiano medieval es una especie de temor reverencial, un deber de rendir
homenaje al Señor.
El franciscanismo se levanta entonces como un alcazar desde
el cual se proclama que la vida de fe puede vivirse de forma diferente, no
tanto desde la posternación reverencial, sino desde lo que sucede en la cruz:
un amor tan grande, que da la vida por sus amigos. Este es el corazón de la
experiencia franciscana, el encuentro con Dios se vive desde el corazón, desde
el amor. Y no podía ser de otro modo, la experiencia de Clara es, ante todo,
una experiencia del corazón, Clara ya no ora “a” Dios, con una simple
repetición de palabras, sino que ora “en” Dios, es decir, habitada por Dios.
Pero, ¿cómo expresar esa experiencia de Dios, a veces tan
subjetiva? Cuando las personas nos encontramos ante la limitación de la
palabra, entonces recurrimos a otro tipo de lenguaje. Por ejemplo, la poesía.
El lenguaje metafórico y simbólico nos permite hablar de aquello que es
interior, de lo que es impronunciable. Por eso, Clara recurre a aquello que vive
día a día y que tiene un valor simbólico: joyas, vestidos, flores, espejos y
besos del amado. Todas estas imágenes aparecen unidas en el tema del espejo.
EN EL ESPEJO CLARA
SE DESCUBRE A SÍ MISMA
Como buena mujer, Clara es mucho más práctica en su
descripción del espejo que los autores que la precedieron. Podríamos decir que,
para ella, esta imagen encierra un descubrimiento de su verdadero ser, por
ahora mirada a través de los ojos de Dios. Clara es una mujer que se mira cada
mañana en el espejo. Pero su mirada es diferente, como es diferente la mirada
de los enamorados. Clara, en el espejo, ve el reflejo de “la belleza”. Me
refiero no a esa belleza pasajera, sino a “la” belleza que trasciende.
Y por eso, ella misma se comprende como esa mujer bella,
creada por Dios y para Dios; esa mujer que sabiéndose amada, se viste y se
embellece para él. La imagen que nos da del interior de su alma no puede ser
más bella. En la Cuarta Carta a santa Inés escribe: “Observa constantemente en
él tu rostro: así podrás vestirte hermosamente y del todo, interior y
exteriormente, y ceñirte de preciosidades, y adornarte juntamente con las
flores y las prendas de todas las virtudes”[4]. Clara, como buena mujer, se
observa con deteni-miento, examina atentamente cada detalle, reflexiona en lo
que sucede, en lo que ha visto.
En 1982, Juan Pablo II decía a los jóvenes reunidos en la
Jornada Mundial por la Paz: “Entre las preguntas inevitables que deben hacerse
a ustedes mismos, ésta es la primera y principal: ¿cuál es su idea del
hombre?”[5]. Ya ocho siglos antes, Clara, amparada por la imagen de un espejo,
llama a la puerta de Jesús para conocer su identidad. Por lo mismo, dice con el
salmista: “¿qué es el hombre para que de él te acuerdes? ¿Qué el hijo de Adán
para que de él cuides?”[6], y es como si a través del mismo salmo, Dios le
respondiera “apenas inferior a un dios te hice, coronándote de gloria y de
esplendor te hice señor de las obras de mis manos”[7].
Esta respuesta de lo alto es sorprendente. En la Tercera
Carta a Santa Inés de Praga, se dirija a santa Inés con un pasaje del evangelio
de Juan: “El que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré y vendremos a él,
y haremos morada en él”[8]. Es como si Clara hubiese descubierto algo
extraordinario en su vida, es como si al buscar su verdadera identidad
renaciera del agua y del Espíritu. Y en ese renacer se sabe morada, hogar de
Dios. Pero ¿qué ha pasado? Se invocó sobre ella (y sobre nosotros) el nombre de
la Trinidad como prenda de su destino: “En mi nombre has recibido el sacramento
del agua, has sido bautizado en el mismo nombre que yo, tu Dios, llevo: en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo”. Clara se descubre como
morada, como un “hogar” donde habita su Señor.
[1] Para una cronología de la vida de santa Clara ver M. V. TRIVIÑO, Clara ante el espejo, Madrid, 1991, p. 11.[2] N. VAN KHANH, Cristo en el pensamiento de Francisco de Asís, según sus escritos, Madrid, 1973.[3] Ibid, p. 31.[4] 4EpAg 3.[5] JUAN PABLO II, Discruso a los jóvenes en la Jornada Mundial por la az en 1992.[6] Sal 8,5.[7] Cf. Sal 8,6-7.[8] Jn 14,21.23.
https://espirituyvidaofm.wordpress.com/
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